Un cuento para cada día
Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía, 16 de marzo de 2003
Tiempo de olvido
Maria Dolores Villalbazo Nicosia, Chipre [email protected]
Paseaban los dos por el parque en las tibias mañanas de otoño. El hombre de tez tan blanca como su pelo, conservaba la elegancia al caminar apoyado en su bastón con empuñadura de plata en forma de serpiente, a pesar de sus años.
La empleada contratada para cuidarlo hasta el fin de sus días respetaba su silencio. Permanecía cerca, observándolo mientras él, sentado con una pierna cruzada sobre la otra, fumaba lentamente el cigarrillo que tenía entre sus dedos y miraba hacia la nada, perdido en el tiempo.
Los árboles lucían desprotegidos sin sus hojas que a merced del viento y la lluvia habían caído diariamente y que ahora se amontonaban, color ocre, alrededor de ellos. Era el ciclo de la vida. Resurgir en la primavera y reverdecer los prados cubriéndose de florecillas silvestres y extendiendo su colorido por el paisaje.
Los años fueron desfigurando los rasgos del rostro del que un día fuera un atractivo hombre. Los huesos de su cuerpo se traslucían a través de la fina piel que amenazaba con romperse y dejarlos al descubierto. La mujer se preguntaba cuáles serían sus recuerdos, qué pensaría. ¿Podía ser aquel el mismo hombre de las viejas fotos que colgaban en el rincón de la sala?
Él la necesitaba. Sus ojos tristes y húmedos la miraban suplicantes para levantarse de la cama y cuando sentía que iba a morir. Ella lo alimentaba cuando le temblaba el pulso y no atinaba a llevarse la comida a la boca. Estaba acostumbrada a cuidar enfermos y ancianos, a cambio de lo cual recibía pequeñas fortunas de los familiares que no podían atenderlos porque les era difícil convivir con la carga de la vejez.
Por el trabajo que realizaba, la mujer tenía pocos días para visitar los pocos amigos que conservaba y con quienes escapaba de su silencio enfrascándose en largas charlas mientras tomaban vino y cantaban acompañados de una vieja guitarra y un acordeón.
Cuando el anciano dormía ella recorría con placer las habitaciones mirando fotos, hojeando libros y papeles amarillentos escritos por él; olfateaba su ropa colgada en los armarios , sus zapatos y sombreros y ciertas tardes, cuando la luz cenital envolvía la casa, veía aparecer su sombra joven y escuchaba sus pasos y su voz mientras se escapaban del fonógrafo viejas melodías. No le estorbaba aquel fantasma; entendía que ese era su espacio y tenía derecho a hurgar en sus recuerdos.
Una mañana el hombre melancólico no despertó . La mujer lloró; acostumbrada a cuidarle le había tomado cariño con los años. Sentiría su ausencia como una niña que pierde su muñeca o su mascota.
El cadáver permaneció sobre la cama todo el día, esperando que llegaran los familiares a llorarle, a decirle cuánto le habían amado, cuán ejemplar había sido en su larga vida y cuanto lamentaban su muerte.
A la mañana siguiente, bajo la llovizna, lo sepultaron y cada uno tomó su camino. En la tarde La mujer recogió sus cosas y con nostalgia se llevó el bastón de empuñadora de serpiente que había sostenido los pasos del viejo. Cerró la casa y partió rumbo a la ciudad.
Cuando pasó por el parque donde solían pasear lo vio sentado con la mano en alto, diciéndole adiós…