Un cuento para cada día Alhaurín de la Torre, 10 de febrero de 2003
Un día cualquiera
Maria Dolores Villalbazo (Nicosia, Chipre) [email protected]
Llegó al pueblo acompañado de varios hombres cuando comenzaba el verano y la tierra gris y casi petrificada, la hierba amarillenta se distinguía a lo lejos en el paisaje silencioso. Causó gran revuelo la presencia de forasteros entre los habitantes. 09.02.htm
Los maridos obligaron a sus mujeres a permanecer en casa. No confiaban en los extraños ni en sus hembras. Ellas alegaban no haber visto visitantes desde hacía muchos años. Lloraron y suplicaron, sólo querían verlos de lejos a través de las ventanas.
En esta tierra nunca pasaba nada. Todo era quietud; los hombres laboraban en el campo desde muy temprano y después se dirigían al café del pueblo para conversar entre ellos hasta la hora del almuerzo. Eran seres rudos y callados y entre ellos y sus parejas no quedaba ya el mínimo rastro de pasión.
Las mujeres se reunían algunas veces en sus casas y se mostraban las nuevas ropas, las cremas y las joyas y hablaban muy bien de sus relaciones y su felicidad, pero en las noches, con la habitación a oscuras y en la semidesnudez de sus cuerpos afeitados se acostaban al lado del marido escuchándolo roncar profundamente.
Las noches y los días eran iguales, hasta que comenzaron a ser más calientes y secos, y llegaba el viento que arrastraba el polvo con mucha mierda oculta.
Esteban, un hombre del grupo de forasteros se encontró solo caminando por las calles desde donde no se oía ni siquiera el rumor del río porque estaba seco. Encogió sus hombros y pensó en lo que quería… una mujer a quien tocar y sentir con sus manos morenas para vaciar la furia de su ayuno.
Ella lavaba la ropa, bañaba los niños, preparaba el almuerzo y se daba al marido para tenerlo contento. Había heredado esa pasividad de sus ancestros femeninos. Era una cadena invisible atada al cuello. Evadía su soledad con sus fantasías, sentada por las tardes conversando con los espíritus y muertos.
Hasta que se encontró frente a él y grabó en su memoria su rostro, su piel y el largo y delgado cuerpo. Y se encendió su sangre. Su corazón iba tan de prisa que recordó cuando era pequeña y corría persiguiendo las pocas mariposas que revoloteaban sin dirección por los alrededores. Su piel tomó otro color, sus ojos brillaron, y sus labios sonrieron. Ella traía un balde con agua y él vio la fuente para saciar su sed.
Se citaban los mediodías, cuando todos dormían y no tenían permiso para cantar los pájaros. Ahí, en el monte seco, dentro de una mina abandonada que sirvió para resguardar cabras en un tiempo, hizo la pareja su rincón de amor. Se apuraban por quedar desnudos y abrazados en sudor, se apretaban. Sus manos se buscaban recorriendo las líneas de sus cuerpos, sus besos eran interminables y sus gritos que no podían enterrar fueron una explosión que los supersticiosos atribuyeron a un trueno enviado por Dios por haberse apartado del buen camino.
Un día los amantes se perdieron en el monte, se diluyeron en la pasión y se evaporaron convirtiéndose más tarde en diluvio.
Saturada de tantos coloquios amorosos la mina se derrumbó cuando el grupo de Esteban se marchó prometiendo a muchas mujeres regresar un mediodía cualquiera…