Un cuento para cada día
Alhaurín de la Torre, Málaga, Andalucía, 2 de marzo de 2003
Tejiendo Estrellas
María Dolores Villalbazo Nicosia, Chipre [email protected]
Durante los tres días que estuvo en cama con fiebres altas y delirio, Marcial sintió que iba a morir lejos de los suyos y de su pueblo. Había intentado regresar para que el fin no lo sorprendiera como a sus compañeros, pero no lo había podido lograr.
Estaba recostado en la puerta del dispensario médico cuando lo vio Manida. Guardó silencio, receloso. Ella leyó en sus ojos la miseria que escondía y el terror que lo embargaba. Se compadeció y decidió ayudarlo. Surgió en ella una llama tibia que creció dándole una sensación desconocida hasta ese momento. Su rostro y su cuerpo fueron tomando forma humana y se convirtió en una masa voluptuosa y el fuego rompió el gélido ayer. Tuvo deseos de ser poseída, de pertenecer por fin a un hombre.
Atormentada por el nuevo sentimiento, silenciosamente lo fue amando. Tenía la sensación de haberlo conocido en una vida anterior .Lo cuidó con paciencia y cariño hasta verlo recuperado. Era un hombre fuerte, con piernas firmemente plantadas sobre la tierra que pisaba dejando huellas, muerte y odio. Tenía la tez morena y lisa, aparte de la cicatriz en el pómulo izquierdo sobre la que Manida nunca preguntó porque intuía la causa.
Los días eran calurosos y monótonos y la gente se escondía, como los reptiles hasta el atardecer cuando refrescaba el aire. La mujer lo acomodaba en la mecedora de mimbre desgastada por los años mientras ella repartía migas de pan entre las palomas y conversaba con las sombras que a esa hora se iban instalando en la casa. Su edad era de siglos, como su memoria. Soñaba despierta y cuando dormía sufría pesadillas con crucifijos y sacerdotes y era martirizada por los demonios de la iglesia.
Manida era remota y de pocas palabras. Aprendió a reír y conversar con Marcial en los delirios de su enfermedad. Hasta olvidó comunicarse con los duendes mágicos que habitaban su casa de madera color de rosa y cimientos azules que el abuelo construyó antes de quedar mudo cuando vio fracasados sus ideales revolucionarios y se vio obligado a salir del pueblo en una noche cerrada de astros y con viento que inquietaba los animales. El hombre desapareció montado en su yegua pinta por el camino del adiós.
En el patio había árboles frutales, una fuente seca y largos corredores cubiertos de húmedos helechos y jazmines que perfumaban las calles del vecindario al anochecer. La gente se preguntaba qué sucedía allí mientras Manida flotaba por los recovecos ocultándose y apareciendo frente a los espejos rotos. Se había quedado sola desde niña y supo que así estaría hasta que le llegara su fin.
Marcial aprendió con la mujer a tejer estrellas en la noche. Acomodó sus pensamientos al momento que disfrutaba, cuidándose de no hablar de su vida, de las emboscadas que preparaba para que cayeran las víctimas, de los gritos de los infelices que pedían piedad ante los golpes que les propinaban ni de su indiferencia ante el dolor.
Una noche en que los gatos estaban agitados por el deseo y sus maullidos rompían el silencio, Manida fue suya. Besó su boca y sus cabellos, sus dedos cobraron vida y buscaron con ansiedad cada parte de su cuerpo. Estaban sedientos, jadeantes e insatisfechos por lo que la vida les había brindado a cada uno. Por fin el cansancio de tantos días de amor los durmió… y cayeron los escudos.
En la lasitud del descanso ella le contó la experiencia de sus siglos: cuando había sido guardiana del templo, portadora de la antorcha de la libertad, hereje en la hoguera, virgen de la selva, maga encantadora y solitaria y sombra hasta el día en que sus pasos se encontraron.
Marcial la contempló y vio a su alrededor ánimas vestidas de luto y con velas en las manos. El horror le congeló el amor y entendió lo que significaba la entrega y la ternura de la mujer, aun cuando a él lo habían enseñado a matar y a borrar de sí toda ternura. Entonces se dio fuerzas para sanar completamente y buscar a los suyos.
Manida sabía que todo dejaría de ser real, que él la olvidaría después de su partida y preparó su existencia sólo para soñar…
El hombre se iba alejando del pueblo, adentrándose en la vegetación en tanto la casa de madera color de rosa y cimientos azules se desintegraba y el viento borraba sus cenizas y el cuerpo de Manida volvió a su forma etérea y desapareció entre las calles polvorientas del pueblo.